Octubre 2019 en Santiago de Chile y marzo 2020 en Bogotá removieron mi percepción de algunas emociones colectivas y hechos de la sociabilidad urbana hoy. Estallido y pandemia resuenan y cuestionan mi mirada de multitud de evidencias que, a pesar de lo impactantes, hacen parte mi mundo personal de “lo desconocido”.
Estallidos sociales como el de los chalecos amarillos en Francia, las protestas en Hong Kong, en Santiago y otras ciudades de Chile, alzaron la dignidad como bandera y en medio de una furia desenfrenada[1]. A su lado y en aparente desconexión, duran y maduran realidades de sociabilidad destructiva honda e inquietante: cerca de 100 mil homicidios[2] y casi 4 mil feminicidios[3], del continente latinoamericano ingenua o cínicamente llamado “en paz”. Sociabilidad de hoy que sienta las bases de la del mañana a través del maltrato infantil[4] como tragedia. Sensación de indignidad y relaciones de agresión que deberíamos entenderlas como parte integrante de un mundo subjetivo interior marcado por una amplia presencia de enfermedades mentales y depresión[5].
La ciudad es, en efecto, realidad objetiva y tangible de espacio físico, sostenida en redes que soportan el movimiento de bienes, servicios y personas en permanente contacto e interacción. También es realidad intangible, es proyecto individual y colectivo, es promesa de polis como bellamente la define Aristóteles: comunidad política para la construcción de la virtud superior, la felicidad. ¿En qué proyecto de vida urbana estamos real y concretamente comprometidos?
Al parecer, en nuestra calidad de comunidad académica deberíamos aceptar el reto de comprender esta amplia y diversa amalgama de fenómenos, comportamientos y realidades. Para empezar, deberíamos atrevernos a (re)construirlos y pensarlos como parte de un conjunto, de comprenderlos tanto en sus especificidades, como en sus interrelaciones; articularlos bajo la forma de interrogantes con presencia, si es que no la tienen ya, en nuestras agendas de investigación y propuestas de política pública. ¿Qué valor agregaría este intento de agrupación? ¿Cuánto le aportaría contar con una elocuente y sugestiva denominación? ¿Acaso contribuiría a incitarnos a intervenir y transformar lo que tenemos?