Hoy nos preguntamos, ante la pandemia que nos ha cambiado los hábitos a todos, si lo que entendíamos como nuestro territorio seguirá siendo lo mismo. Deberíamos preguntarnos si, como ha sido posible a la fuerza, estamos percibiendo que nuestras correspondientes reclusiones espaciales son adecuadas y si configuran un hábitat íntimo que nos permita sobrevivir.
Tal vez, hasta hace un par de meses, ni siquiera fuésemos conscientes de que lo territorial tiene diversos niveles relacionados con lo público y lo privado, derivados de los niveles de libertad de los que disfrutamos.
La vivienda, nuestro territorio más íntimo, ha sido, para el ser humano, el ámbito de su existencialidad más personal. Nos ha protegido de las inclemencias del tiempo, de los peligros que amenazan nuestras integridades físicas. Pero también se convirtió en objeto de ostentación y de seguridad patrimonial, dándonos la sensación de seguridad para la vejez.
No obstante, la percepción del territorio vivencial que es el hogar ha sufrido una acelerada transformación durante el tiempo transcurrido desde las primeras advertencias sanitarias acerca del nuevo peligro que representa esta pandemia. Si bien inicialmente se recurrió voluntariamente a la vivienda como la estrategia fundamental de autoprotección, con la garantía de que las barreras físicas de la misma permitirían mantener en la distancia del afuera al enemigo sanitario, pocas semanas después la percepción ha variado radicalmente.
La imposibilidad establecida por los gobiernos de sobrepasar el umbral de lo íntimo, dentro de las estrategias de contención recomendadas por los expertos en salud pública, ha sido, aunque impuesta, la mejor medida posible para enfrentar, inicialmente, ese enemigo invisible y democrático que no distingue presas. No obstante, la vivienda, específicamente la urbana, ha ido pronto percibiéndose ya no solo como un espacio de defensa, sino como un lugar de reclusión obligada. Cada vez son más los reclamos para que cese el confinamiento, pues éste, a pesar de ser nuestra única estrategia colectiva de defensa, parece afectar sensiblemente las condiciones de vida plena de la gente.
Tristemente, solo así hemos caído en la cuenta de que la vivienda que se ha ofrecido como el lugar de resguardo y de consolidación de nuestras expectativas existenciales no ha cumplido a cabalidad con este propósito. Espacios mínimos, mal ventilados e iluminados, trazados a partir de un canon básico y, evidentemente deficitario, dispuestos a la demanda con la preponderancia de la variable del costo por metro cuadrado, homogéneamente asépticos, neutros y absurdamente básicos, desprovistos de cualquier posibilidad de adición o adaptación de acuerdo con las necesidades y expectativas de sus habitantes, inocuos y, por tanto, simplemente vacíos.
Si hay algo que deberemos reflexionar críticamente a partir de esta crisis sanitaria, social, económica y humana, es la evidencia del fracaso de la vivienda urbana, tan limpia, racional y planificada pero, por la misma razón, tan ajena a las necesidades y expectativas de las personas que requieren territorios íntimos para habitar, porque lo que se les ha ofrecido es una vivienda que no es tal, pues ha sido pensada básicamente para dormir, pero no para vivir.