Escribo estas líneas impactado por las imagenes directas y mediáticas de ciudades silenciosas y vacías, economías paralizadas y destruidas, y sociedades enfermas y atemorizadas, todo por cuenta de la pandemia del coronavirus (covid-19). Esta, al imponer a gran escala la consciencia de lo efímero de la existencia humana y lo inseparables que somos de la naturaleza, sacó a la luz todas las contradicciones de una globalización que somete a miles de millones de seres y a países enteros a presiones extremas de distinto orden, ambientales, económicas, sociales y políticas. Posiblemente, más allá de la posmodernidad o tardo-modernidad que agoniza, lo que nos aguarde sea una nueva era, pero de pronóstico reservado en términos de procesos civilizatorios o descivilizatorios.
Promediando el siglo XX, Hannah Arendt se cuestionó por las relaciones entre tradición y modernidad en Occidente y concluyó que, durante el tiempo que los ideales de la modernidad tardaron en consolidarse, la tradición jugó un papel decisivo en la cohesión social, rol que el relato dominante y apologético del cambio desconoció. En este final de la tardo-modernidad, no faltarán los constructores de mitos de la nueva era, de otro supuesto génesis sin raíces ni antecedentes, proyectos que posiblemente empiecen por desconocer instituciones, tradiciones y conquistas sociales. Pero hay que evitar esa trampa, apelando precisamente a lo mejor de las tradiciones para reafirmar valores irrenunciables, tales como: la libertad frente a cualquier intento de autoritarismo extremo, policivo y tecnológico; los pactos políticos y sociales revitalizados sobre nuevas bases que equilibren el interés común y el de los individuos; el control social del mercado; el papel del conocimiento científico en general y del social en particular para beneficio de todos; y el derecho a una vida digna, que hagan de la globalización una experiencia plural, solidaria y humanizante que inhiba los hegemonismos.
En un esfuerzo pospandémico, cabe preguntarse por cuáles tendrían que ser las reflexiones fundamentales y las prioridades analíticas para que las ciencias sociales puedan persistir en la comprensión de la realidad socio-espacial que se está desconfigurando y reconfigurando, al tiempo que se desestabilizan sus distintos enfoques. Cómo responder al imperativo ético-político de aportar sentidos a sociedades urgidas de acciones esperanzadoras y evitar la parálisis del pensamiento social. Las mejores tradiciones académicas y comunitarias serán fundamentales para continuar la marcha. En esa perspectiva también serán clave algunas preguntas. ¿Se revertirá la tendendencia a la urbanización global como parte de una restauración del equilibrio perdido entre naturaleza y humanidad?, ¿superaremos la oposición campo-ciudad y regresaremos al campo con migraciones internas o incorporaremos el campo y sus valores a la vida urbana?, ¿es posible una vida más solidaria, simple y humanizada que coexista con la intensidad de la aglomeración urbana y sus conflictos?, ¿qué debe ser lo “planificable” en el inmediato futuro, las ciudades, los ciudadanos o sus interacciones?
Las ciudades, urbes, metrópolis y megalópolis, los sistemas de ciudades, las regiones y los territorios, no podrán volver a ser lo que eran antes ni insistir en los sueños que tuvieron para cumplir los objetivos hiper-racionalistas de la modernidad. Tendrán que reinventarse al hilo de las tensiones por la reinvención del mundo y de la humanidad misma, pero sin perder de vista la especificidad de sus desafíos, de sus logros y déficits, del tipo de aglomeración y conflictos que las caracterizan, de la naturaleza de sus interacciones e instituciones, de la capacidad crítica y consensual de sus actores, de su experiencia y memoria colectiva, entre otras. En resumen, de lo que se trata en el futuro es de generar una ciudad otra, lo que supone sobre todo producir otra ciudadanía. En esa dirección, hay que darle nuevos sentidos a viejas aspiraciones: del derecho a la ciudad al derecho ciudadano a decidir sobre una vida digna con movilidades eficientes y sostenibles; del gobierno urbano a nuevos pactos de ciudad que giren en torno a lo público, otra planificación estratégica y una ciudadanía decisoria; del giro espacial al giro ético-político en procura de creatividad, inclusión y equidad en el espacio social.